Opinion: Cómo liberarnos del dilema del académico-activista

“¿Pagarle lo justo a la gente negra por su tiempo me convierte en un mal científico?” La pregunta me salió acompañada por un suspiro frustrado.

La Institutional Review Board (IRB), cuyo trabajo es juzgar si las propuestas de investigación que involucran a seres humanos son éticas, había rechazado mi más reciente propuesta. Mi proyecto, que le habría pagado 100 dólares a participantes de comunidades afectadas por la injusticia medioambiental del área metropolitana de Washington D.C. para que actuaran como científicos ciudadanos y controlaran la calidad del aire en sus barrios, fue considerada “coercitiva”. A la junta le preocupaba que esta compensación fuera tan cuantiosa que los miembros de la comunidad tomaran el dinero y huyeran, en lugar de involucrarse. Se me pidió que revisara las directrices del IRB sobre los sesgos de los investigadores y los conflictos de intereses.

Me sentí insultado. ¿Qué estaban diciendo sobre la integridad de mis participantes? ¿o sobre mi propia integridad? y quizás más importante: ¿qué no se estaba diciendo sobre la obligación de una universidad pública de servir a las comunidades locales?

Mientras que historicamente la mayoría de participantes en proyectos de ciencia ciudadana han sido personas blancas (95% de acuerdo con un estudio de 2020) y de clasa media-alta, mis participantes eran personas de color de hogares de bajos ingresos. Si se tiene en cuenta que muchas y muchos tendrían que ausentarse del trabajo o gestionar el cuidado de los niños y el transporte sólo para participar, 100 dólares no era un estipendio escandaloso.

Yo conocía este intercambio. De niño, acompañaba a mis padres en excursiones que duraban el día enetro por Atlanta (Georgia) donde mi hermana participaba en un ensayo clínico para niños asmáticos. Para mis padres, ir y volver de las citas semanales era un asunto de todo el día. Sólo les pagaban 25 dólares por jornada por lo que fácilmente les costaba el doble, pero estaban ilusionados por participar en una investigación que podía mejorar la salud de su hija.

Pagar mal a las y los participantes en los estudios es sólo una de las muchas formas en que las instituciones de investigación menosprecian el involucramiento de la comunidad. La financiación insuficiente de investigaciones que pone a las comunidades en el mismo nivel que los investigadores, el cuestionamiento de la calidad de la ciencia producida por investigadores que provengan de comunidades marginadas y forzarnos a replicar comportamientos tóxicos para tener carreras exitosas son ejemplos de cómo las instituciones de educación superior dejan fuera a las personas que más necesitan y más pueden ofrecer en nuestros campos.

Este ensayo también está disponible en inglés

Como un investigador negro de una comunidad afectada por la injusticia medioambiental, me esfuerzo por ser un “académico-activista” – alguien que aprovecha el privilegio académico para desmantelar la opresión. Pero los legados del racismo, el clasismo y el sexismo son tan evidentes en la educación superior que no puedo evitar preguntarme si esta es una meta realista. Navegar las contradicciones entre la academia y las organizaciones de base añade una carga adicional a los investigadores de la justicia ambiental –especialmente a quienes pertenecen o provienen de comunidades oprimidas en los Estados Unidos– que pesa sobre nuestra salud física y mental, así como sobre la salud de nuestras comunidades.

Pero hay un camino por delante. Si reconocemos el valor de nuestras experiencias vitales, aprendemos de quienes nos precedieron y adoptamos posturas audaces cuando se nos presenta la oportunidad, podemos liberarnos del dilema del académico-activista.

La experiencia vital no es prejuicio, es experticia

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Mi ciudad natal, Stone Mountain (Georgia), linda con una maravilla natural de granito de 1.686 pies del mismo nombre. Pero si has escuchado hablar de Stone Mountain, es probable que haya sido por la historia racista de la ciudad. El Ku Klux Klan moderno dio sus primeros pasos en la cima de la montaña con una ceremonia de quema de cruces en 1915. Reuniones locales del Klan fueron habituales a mediados del siglo XX. En 1972 se terminó de esculpir en la cara de la montaña el mayor bajorrelieve del mundo: un retrato de tres líderes de los Estados Confederados de América.

Mi familia llegó en 1994, cuando yo tenía tres años. Una reciente recesión económica había desatado la “huida blanca” de muchos residentes de clase media-alta de Stone Mountain. Esto abrió nuevas oportunidades de vivienda para las personas de color de clase media-baja como mis padres, dos inmigrantes guyaneses. Pero aunque su población se hizo más diversa racialmente, Stone Mountain no se hizo menos racista. Las políticas de zonificación de uso mixto crearon un paisaje irregular en el que las viviendas más asequibles se extendían a lo largo de autopistas y vías férreas contaminadas.

Caminaba desde y hacia la escuela sobre aceras derruidas, con los ojos irritados por las espesas nubes de gases que salían de los escapes de diésel. Los tractores de remolque paraban en las gasolineras de cada esquina, acompañados por el olor agridulce del benceno (un carcinógeno presente en el vapor del combustible) y el sabor metálico del polvo de los frenos.

En casa, los trenes de carga podían oirse y sentirse sacudiendo los vasos del armario cuando pasaban a la misma hora todas las noches. Esto frustraba a mis padres y yo trataba de aligerar el ambiente imitando, con los ojos muy abiertos, a Indiana Jones en el Templo de la Perdición. El tiro me salió por la culata cuando mi hermana, quien desarrolló asma cuando nos mudamos a Stone Mountain, pasó de reírse a toser violentamente.

Estas experiencias determinan por qué y cómo quiero llevar a cabo mi propia investigación. Debería considerarse una característica positiva; sin embargo, el hecho de basarme en las experiencias que he vivido y en las experiencias de mi gente va en detrimento de mi supuesta “objetividad” como científico, como indicó la respuesta del IRB. La ciencia objetiva es la ciencia “bien hecha”, pero esta definición de lo que es bueno en ciencia nos pide borrar quienes somos de nuestro trabajo y nos dice, sutilmente, que nuestras experiencias vitales no aportan nada.

Este menosprecio de nuestros contextos es un obstáculo para nuestras investigaciones. En 2019, un artículo revisado por pares reveló que las postulaciones de investigadores negros y afroamericanos a menudo pasaban desapercibidas para los evaluadores de los Institutos Nacionales de Salud (NIH) y con frecuencia recibían menos financiación que las solicitudes de sus pares blancos. Detrás de esta brecha de financiación, teorizaron los autores, podría estar la infravaloración del impacto de las disparidades de salud a nivel comunitario. Otros y otras investigadores han propuesto explicaciones alternativas, como la falta de diversidad en los páneles que evalúan las propuestas, el hecho de que las y los investigadores negros reciban menos recursos y oportunidades para completar investigaciones preliminares y demostrar su idoneidad, y el “impuesto a la diversidad” – trabajo emocional y físico no compensado que realizan muchos investigadores negros infrarrepresentados (especialmente aquellos que son y se identifican como mujeres).

En cualquier caso, es claro que la estructura de la academia y la ciencia, como existe hoy en día, perpetúa la opresión que las y los investigadores de justicia medioambiental esstán tratando de desarmar.

Desmantelar la casa del amo como las herramientas de la justicia ambiental 

Los bloqueos por parte de la Institutional Review Board, la devaluación de nuestras experiencias vitales, la brecha de financiación entre blancos y negros, y un sinnumero de situaciones adicionales hacen que la educación superior sea un lugar hostil para cualquier persona de color o que provenga de un entorno oprimido. En la Universidad de Maryland, College Park, donde dos hombres negros fueron asesinados en los últimos dos años y donde la ley estatal casi exige la compra de mobiliario de oficina construido con mano de obra carcelaria barata, el profesorado, el personal y las y los estudiantes negros se refieren al extenso campus como “la plantación” y a sus edificios de estilo antebellum como “Casas Grandes”. Estas bromas internas nos unen mientras intentamos jugar el juego para cambiar el juego.

Como lo plantea Audre Lorde, mujerista lesbiana afroamericana, “las herramientas del amo nunca desmantelarán la casa del amo. Puede que nos permitan ganarle provisionalmente en su propio juego, pero nunca nos permitirán lograr un verdadero cambio”. Como académicos y académicas, ¿qué herramientas debemos usar entonces para desmantelar la opresión desde dentro de la Gran Casa?

Desde la huelga de saneamiento de Memphis de 1968 hasta la actual ocupación del bosque de Weelaunee por parte de las y los residentes de Atlanta con el lema “Stop Cop City”, me inspira el activismo de nuestro movimiento de justicia medioambiental. Trasladar esa energía a la educación superior es difícil, pero no imposible.

Tenemos la justicia ambiental crítica (CEJ), una herramienta usada por primer vez por el investigador David N. Pellow mientras trabajaba con personas encarceladas en condiciones inhumanas e insalubres. Con esta herramienta podemos plantear preguntas que van más allá de la raza y la clase y podemos incluir en nuestros análisis cómo la casta, la edad, el género, la orientación sexual, las discapacidades, el estatus de migratorio y otras identidades impactan en la justicia medioambiental. También tenemos la ciencia participativa, que rechaza los enfoques tradicionales de la investigación en los que las y los académicos resuelven activamente los problemas y las y los participantes de la comunidad son fuentes pasivas que sufren esos problemas. Esta herramienta fue implementada e ideada por Paulo Freire, un profesor de escuela en las favelas de Brasil. En el enfoque participativo, las y los miembros de la comunidad son agentes en el diseño de la investigación y trabajan junto con los científicos tradicionales para co-crear los objetivos y métodos del estudio.

Aplicando ambas herramientas me he aliado con habitantes de barrios que se enfrentan a la contaminación tóxica del aire provocada por la industria local y el tráfico. Mis colaboradores comunitarios aportan experticia a nivel local sobre lo que se necesita y qué es lo más práctico, mientras que mi familiaridad con la práctica investigativa nos ayuda a superar las barreras burocráticas. Puede que estos enfoques no encajen fácilmente en las escalas de tiempo típicas del mundo académico, ya que puede llevar meses crear la confianza suficiente para empezar a trabajar. Pero obligar a una comunidad a integrarse en una estructura institucional o gubernamental, incluso para aprovechar una oportunidad de financiación limitada en el tiempo, no es ético.

Pero no nos basta con cambiar la forma de investigar. Las y los académicos-activistas también debemos cambiar la forma en que interactuamos entre nosotres.

 Abrazando el futuro desconocido del dilema del académico-activista

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Si bien el movimiento por la justicia ambiental y el movimiento por los derechos laborales son distintos, también están entrelazados. En el último año, cientos de miles de trabajadores de posgrado – de Berkeley a Ann Arbor, pasando por New Brunskwick – han acudido a los piquetes, en huelgas para demandar salarios y tratos justos y protección frente a ambientes de trabajo tóxicos.

Como tantos, llegué a mi posgrado con la expectativa de un ambiente de trabajo retador pero justo. Estaba emocionado de formar parte de uno de los laboratorios de investigación sobre justicia medioambiental más importantes del país y de tener como mentor a un conocido modelo masculino negro. Pero descubrí uno de los lugares de trabajo más tóxicos que he presenciado. Durante mis tres años allí, fui testigo de un manejo inadecuado de fondos, misoginia, desprecio por las y los socios comunitarios, abusos verbales y una atmósfera de miedo y agotamiento. Cuando yo y otres intentamos denunciar estos abusos, nos encontramos con una preocupación y una resignación cómplices. Estas denuncias, una vez llegaban al director del laboratorio, provocaban burlas y más intimidación.

Lo interioricé. A medida que entraban estudiantes y muchos más salían, me convertí en un miembro senior del laboratorio. Con este estatus le di apoyo emocional a mis pare mientras planeaba con mis jefes como mejorar la productividad a costa de elles. Me decía a mí mismo que este era el precio del éxito y que un día, cuando tuviera mi propio laboratorio, lo haría mejor. Con el tiempo, sin embargo, permanecer en ese entorno se volvió peligrosamente tóxico. Como me sentía atrapado y tenía pensamientos suicidas, pedí una licencia por salud mental y me trasladé discretamente a otro laboratorio.

Al principio me sentía aliviado de ser libre, de poder olvidar. Me dediqué al activismo por los derechos laborales. Fue sanador conmiserarme con otros trabajadores universitarios y ayudarles a salir de sus propias situaciones tóxicas. No obstante, mientras seguía oyendo a antiguos colegas hablar de los daños que se estaban produciendo en mi antiguo laboratorio, había algo que no me dejaba en paz. Sabía que podía haber hecho mucho más – y que todavía podía hacerlo.

workers rights

labor rights strikes

En febrero, fui llamado a dar testimonio escrito y oral en apoyo de los derechos de negociación colectiva de las y los trabajadores de posgrado. Decidí compartir cómo, durante mi paso por el laboratorio, el fracaso de las políticas de quejas de la universidad a la hora de cambiar algo, así como los impactos negativos para mi salud mental, fueron todos signos de la violencia que impregna todo el Sistema Universitario de Maryland y el mundo académico en general.

Toqué un nervio con este testimonio. Otros denunciantes se unieron. Organizamos una red de más de una docena de testigos cuyos testimonios cubrían varios años y estaban respaldados por notas, grabaciones y correos electrónicos. Compartimos una lista de demandas de justicia restaurativa. La facultad y la escuela de de salud pública de la universidad, que habían sido incapaces de actuar frente a la mala conducta en el pasado, usaron mi testimonio, que ahora es parte del registro público, para establecer nuevas políticas para la denuncia anónima. Una resolución final aún no llega, pero me siento esperanzado por esta respuesta inicial.

He llegado a darme cuenta de que el dilema del académico-acitivista es una falsa elección. A la final, convertir la investigación sobre justicia ambiental en acciones no es una dicotomía: es un imperativo. Pero esta claridad no borra los obstáculos reales a los que yo, y otres investigadores de entornos oprimidos, nos enfrentamos.

No tengo una respuesta ni una salida para esta situación. Lo que sí sé es que he encontrado paz y fuerza al reconocer el valor de mis experiencias personales, al conectar mis acciones y frustraciones con las de las y los académicos y activistas por la justicia medioambiental que me han precedido y al abrazar la solidaridad y la acción colectiva para luchar contra la injusticia. Estas son las herramientas que todo académico-activista tiene a su disposición en la lucha por derribar la Casa Grande.

Este ensayo ha sido elaborado gracias a la beca Agents of Change in Environmental Justice. Agents of Change capacita a líderes emergentes de entornos históricamente excluidos de la ciencia y el mundo académico que reimaginan soluciones para un planeta justo y saludable.