Las vidas negras también importan en los parques nacionales de África

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Separada por unas 7.400 millas (11.000 km) de mis compañeros en Namibia, estoy sentada en mi escritorio, con el bolígrafo en la mano y la boca abierta.


Esta no es la primera vez que mis compañeros me dejan sin palabras. Con los testimonios de niños que buscan venganza por sus padres asesinados, familias que pierden generaciones enteras a causa del dolor, comunidades fracturadas, perspectivas de matrimonio disueltas y hogares afectados para siempre, pensé que lo había oído todo. Pero al oír esta conversación entre Earle Sinvula Mudabeti y Sylvester Kabajani, miembros de la junta directiva de la organización Namibian Lives Matter (Las Vidas Namibias Importan), sentí que el corazón se me encogía al enfrentarme a la cruda realidad de la conservación militarizada. Me preguntaba en qué punto matar se había convertido en una estrategia aceptable de conservación y hasta qué punto están dispuestos a llegar los ambientalistas para seguir excluyendo y exterminando a las personas negras con la excusa de salvar la biodiversidad.

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Fue al inicio de mis estudios de posgrado cuando me tropecé con la idea de la conservación militarizada, que es el uso de armas, personal o tácticas militares para proteger la biodiversidad. En medio de los artículos periodísticos, los comunicados de prensa y los videos en YouTube sobre la financiación de militares por parte de organizaciones no gubernamentales para la vida salvaje, también encontré familias y comunidades, en su mayoría negras e indígenas, destrozadas, alteradas para siempre por la violencia inducida por la conservación.

A pesar de las buenas intenciones que originan esta estrategia ambiental, la conservación lograda a través de la violencia es, en esencia, una forma de deshumanizar a los cazadores furtivos. Creo que una conservación construida sobre bases de cuidado, tanto de los seres humanos como de los animales, será más exitosa aquella hecha desde la violencia.

El caso del Parque Nacional Chobe 

Como mujer multirracial negra, estoy acostumbrada a ser percibida como una anomalía en el campo de la conservación. A lo largo de mi vida académica a menudo he formado parte de un pequeño grupo, o he sido la única en aulas o conferencias Escuchando “¿estás segura que deberías estar aquí?” y viendo ojos abiertos de par en par cuando afirmaba mi pertenencia. Sentirse marginada no es sorprendente ni nuevo para mí.

Lo que sí me sorprendió fue que estar en contra de la muerte de personas inocentes en aras de la conservación se considera radical. Yo pensé que simplemente estaba siendo humana.

La conservación militarizada consiste en aplicar estrategias de seguridad hipervigilantes para proteger la biodiversidad, a menudo a costa de las comunidades locales. Puede significar el uso de drones, como en el Parque Nacional Chitwan en Nepal; el incremento de la presencia de policías en parques nacionales o áreas protegidas como en Cambodia o armar a los guardaparques con armas especializadas como en Haití.

Empecé a cuestionar esta perspectiva después de aprender sobre los intensos debates en el sur de África entre Botswana y Namibia, donde las balas y los elefantes rondaban a las comunidades que viven cerca del Parque Nacional Chobe.

Este parque cuenta con la mayor concentración de elefantes de Botsuana y comparte frontera con Namibia y Zimbabue. En cualquier momento, puede haber más de 50.000 elefantes entrando y saliendo de él, lo que representa una enorme oportunidad para la industria mundial del tráfico de marfil. Ante esta amenaza para los elefantes de Chobe, en 2013 Botsuana aplicó de manera informal una política de “disparar a matar”, que autorizaba a las Fuerzas de Defensa de Botsuana a matar a cualquier presunto cazador furtivo.

Navegando a través de historias sobre las mujeres y el tráfico de carne silvestre, me encontré con un artículo detallando la muerte de una madre tras el asesinato de sus tres hijos, quienes eran sospechosos de ser cazadores ilegales en Chobe. Las Fuerzas de Defensa de Botsuana mataron a los tres hermanos namibios – Tommy, Wamunyima y Martin Nchindo – y su primo zambiano Sinvula Munyeme cuando estaban pescando en el río Chobe en 2020. Sus asesinatos carecieron de pruebas sustanciales de que estuvieran cazando furtivamente.

Africa poachers

Más de 15.000 namibios se manifestaron en contra de los asesinatos de los hermanos Nchindo en 2020. Estas protestas contribuyeron enormemente a la creación del movimiento Namibian Lives Matter (Las Vidas Namibias Importan) que, como su homólogo en los Estados Unidos Black Lives Matter (Las Vidas Negras Importan), encarna una resistencia activa a la violencia estatal contra las personas racialmente excluidas.

Los hermanos Nchindo no son las únicas víctimas de esta política de disparar a muerte. Hasta ahora, Namibian Lives Matter asegura que cerca de 40 personas namibias, incluyendo a un niño de nueve años, han sido asesinadas por las Fuerzas de Defensa de Botsuana desde la década del 90. La violencia para la conservación ha llegado hasta los hogares de aquellos asesinados o encarcelados. De hecho, perder al principal proveedor del hogar deja a las familias y comunidades más vulnerables ante la pobreza y la inseguridad alimentaria.

A pesar de estas prácticas, la caza furtiva continúa. Una encuesta sobre los elefantes en la Zona de Conservación Transfronteriza Kavango-Zambezi (KaZa TFCA) encontró que en Botswana, en comparación con una encuesta de 2018, los números de elefantes habían disminuido en un 25% en áreas abiertas a la cacería y habían incrementado en un 28% en áreas donde la cacería era ilegal. Estos hallazgos sugieren que los elefantes se están moviendo a áreas que consideran más seguras, lo que supone para las comunidades una mayor probabilidad de que se produzcan represalias y surjan conflictos entre los seres humanos y la fauna salvaje.

En lugar de proteger a los elefantes, estos esfuerzos por reducir la cacería ilegal a través del fusilamiento y el encarcelamiento de los cazadores ilegales ha resultado a menudo en una mayor marginalización de las familias que ellos dejan atrás y en desalentar la participación de las comunidades locales en los esfuerzos de conservación. De hecho, como lo demostró un grupo de investigadores en 2013, las barreras sistémicas como la pobreza o la falta de incidencia política pueden evitar que las comunidades locales cuestionen políticas conservacionistas impopulares. “La militarización es una salida cortoplacista,” escribió el profesor Rosaleen Duffy. Y no solo eso: puede hacernos creer que estamos solucionando el problema cuando en realidad solo estamos perpetuando injusticias bajo la excusa de la conservación.

Un punto de vista incómodo

Estar simultáneamente en contra de la caza furtiva y de la violencia bélica me ha dejado en una posición extraña. Me opongo a toda forma de militarización, lo que significa que creo que la gente no tiene que morir para que la vida salvaje viva. Esta postura me ha convertido en blanco de críticas.

Quienes están a favor de los esfuerzos militarizados para la conservación, desde miembros del público en general hasta benefactores y donantes, pasando por organizaciones no gubernamentales, gobiernos nacionales e incluso otros conservacionistas, impulsan este tipo de estrategias porque creen que es la única respuesta posible al aumento de la caza furtiva. Documentales como “Virunga: La conservación es una guerra” o “Akashinga: Los valientes”, no han hecho sino glorificar este enfoque, contribuyendo a su expansión por todo el mundo.

Pero otros, como yo, abogan por el reconocimiento de los cazadores como personas, con razones legítimas de por qué decidieron cazar ilegalmente. Quienes entran a cazar en los parques no suelen ser los traficantes de alto perfil o los capos del mercado de marfil, sino personas que cazan para conseguir algo de alimento para ellos y sus familias o para complementar sus ingresos. Los investigadores han encontrado que las tasas de caza furtiva están directamente relacionadas con los niveles de pobreza locales, la corrupción y los precios del marfil. La pobreza es el motor de la caza furtiva, como lo demuestra el hecho de que pocos elefantes son cazados en comunidades con mayores niveles de estabilidad económica y mejor salud.

Además, creemos que cualquier esfuerzo de conservación que requiera violencia para funcionar sólo sirve para marginar aún más a las comunidades que viven rodeadas de vida salvaje. Sin quererlo, refuerza los ideales de la supremacía blanca, porque la blancura puede existir y pertenecer a espacios silvestres, mientras que las comunidades de color son clasificadas como amenazas para su pervivencia.

Un ejemplo de esto es el famoso Parque Nacional de Kaziranga, en la India, que alberga más de dos tercios de la población mundial de rinocerontes indios de un solo cuerno. Pero Kaziranga consiguió este éxito gracias a mortíferas medidas de seguridad. “La instrucción es que siempre que veamos a los cazadores furtivos, debemos sacar nuestras armas y cazarlos”, le dijo un guardaparque de Kaziranga al periodista Justin Rowlatt. En el caso de los hermanos Nchindo, la investigación judicial encontró que un total de 32 balas fueron disparadas en su contra, y sus cadáveres fueron hallados sin armas ni colmillos de elefante. Veo esto como un testamento de la forma en la que la conservación militarizada menosprecia la humanidad de los cazadores ilegales.

Ir más allá de las estrategias conservacionistas deshumanizantes 

africa justice

Las estrategias de conservación que no se preocupan por las comunidades locales pueden incrementar las actividades de caza y tráfico ilegal y crear una aversión total a la protección de la vida salvaje por parte de las comunidades. Creo que las políticas de conservación de la vida silvestre que responden a las necesidades de los locales tienen un mejor chance de ser sostenibles, duraderas en el largo plazo y justas.

En oposición a estas estrategias de conservación violentas, he estado trabajando con Namibian Lives Matter y el Instituto para el Desarrollo Africano de Cornell para establecer pesquerías comunitarias en el río Zambezi. La pesca representa la vida para las personas Zambezi y las políticas de conservación violenta restringen su derecho a la vida al prohibirles el acceso a los peces.

Al cultivar relaciones con restaurantes y acomodaciones turísticas locales, nuestro proyecto le abre oportunidades económicas a los pescadores y mantiene vivas sus tradiciones. Estos esfuerzos reflejan la necesidad de que la conservación adopte un enfoque orientado al cuidado que no sacrifique una causa por otra. Podemos cultivar futuros para la conservación que beneficien a las comunidades y atiendan tanto las inequidades sociales como la degradación ambiental. Con la inminente COP16 sobre Biodiversidad, es crucial que las conversaciones incluyan a las comunidades en la planificación, implementación y gestión de la conservación para reflejar sus necesidades. La búsqueda del cuidado en la conservación no es solo una nueva estrategia, es una forma de pensar y actuar que realmente valora y elige la vida.

Este ensayo ha sido elaborado gracias a la beca Agents of Change in Environmental Justice. Agents of Change capacita a líderes emergentes de entornos históricamente excluidos de la ciencia y el mundo académico que reimaginan soluciones para un planeta justo y saludable.