Opinión: Reducir los tóxicos en los suelos de las huertas comunitarias

Mientras mis hijas pequeñas corretean por nuestro huerto comunitario recogiendo tomates cherry frescos de nuestra parcela, sonrío ante su asombro por el hecho de cultivar alimentos.


Sus ojos se abren de par en par y sus sonrisas brillan al admirar cómo las semillas que plantamos a principios de la temporada se han convertido en plantas adultas. El aroma de la lluvia de verano está en el aire y estoy emocionada por empezar a cosechar quimbombó, que congelaré para hacer gumbo en otoño. Aunque la agricultura no fue parte de mi infancia, recuperé la conexión con la tierra para continuar este legado familiar. Mis bisabuelos maternos de Opelousas (Luisiana) cultivaban batatas, quimbombó, sandías y otros productos para venderlos en el mercado francés de Nueva Orleans. Mis bisabuelos paternos eran propietarios de granjas de verduras y productos lácteos en Mansfield, Luisiana. La agricultura local no era sólo una fuente de alimentos e ingresos, sino un símbolo de comunidad, asociación y conexión.

Este ensayo también está disponible en inglés

Mientras mi hija menor persigue a las mariposas que frecuentan las caléndulas de una parcela vecina, mi hija mayor examina a una mariquita en una parra de pepino. “Mamá, ¿qué comen las mariquitas? ¿por qué son buenas para nuestra huerta? pero, ¿cómo?” Este lugar es un salón de clases vivo que puede ayudarnos a preguntarnos por los qué, porqué y cómo de alianzas que benefician a todos sus miembros.

Las huertas comunitarias y otros tipos de agricultura urbana pueden ser poderosas herramientas para mejorar la soberanía alimentaria, construir conexiones comunitarias y educar. Tal como lo describió la doctora Ashley Gripper en su ensayo para Agents of Change, las personas de color y las organizaciones de justicia medioambiental de base han transformado lotes abandonados y otros lugares en huertas y granjas comunitarias que fomentan la sanación espiritual, fortalecen la construcción de comunidades y combaten el apartheid alimentario, esto es, las políticas y prácticas discriminatorias que impiden a los grupos marginados acceder a alimentos económicos, sostenibles, nutritivos, de alta calidad y culturalmente adecuados.

Desafortunadamente, las mismas comunidades impactadas por el apartheid alimentario suelen vivir en áreas en donde la falta de inversión pública, la segregación racial y otras desigualdades resultan en exposiciones desproporcionalmente altas a químicos dañinos en el aire, el agua y el suelo –suelo que podría usarse para la agricultura urbana. Es más probable que las comunidades de color vivan cerca a vertederos de residuos peligrosos, autopistas y otros focos de contaminación que pueden causar concentraciones elevadas de metales pesados, como el plomo, en el suelo. Las estadísticas muestran que las niñas, niños y niñes de minorías étnicas y raciales así como aquellos de comunidades con bajos ingresos son más propensos a tener niveles elevados de plomo en la sangre. Algunas prácticas agrícolas, como el uso de pesticidas, pueden introducir químicos en las huertas y materiales como las telas para paisajismo pueden ser una fuente de microplásticos.

Quiero ser clara: los beneficios de la agricultura en entornos comunitarios no deben verse sofocados por los posibles riesgos de contaminación. En cambio, deberíamos buscar formas para reducir la exposición a químicos en las huertas. Para lograrlo, necesitamos asegurarnos de que haya una colaboración efectiva entre los sectores involucrados en las huertas comunitarias, incluyendo a los sectores educativos, de nutrición, planeación urbana, investigación y actores gubernamentales.

Posibles contaminantes en los huertos comunitarios

Los suelos urbanos pueden albergar químicos peligrosos. Puede ser que los usos de la tierra actuales y pasados, como las actividades industriales o agrícolas, los hayan expuesto a tóxicos y pesticidas. La madera tratada, los neumáticos quemados o los flujos procedentes de sitios contaminados pueden filtrar sustancias químicas al suelo. La pintura que se desprende de edificios antiguos y carreteras muy transitadas puede crear depósitos de plomo en él. La gente puede verse expuesta a estos químicos al respirar particulas del suelo, al comer pequeñas cantidades de tierra que puede no haber sido lavada de frutas y verduras o al comer alimentos que hayan absorbido estos contaminantes (aunque esta opción es poco probable, y depende mucho de factores como la especie de planta y la composición del suelo).

Los niños, no obstante, están en mayor riesgo, pues suelen llevarse cosas a la boca y son más curiosos que los adultos. Pienso en mis pequeñas, quienes disfrutan jugar en el suelo del huerto y explorar la naturaleza con sus cinco sentidos. Me causa miedo pensar cómo una pequeña cantidad de plomo ingerido podría dañar sus cerebros y sistemas nerviosos en crecimiento. También me pregunto si quienes cultivan son conscientes de estos riesgos químicos y de los recursos que podrían ayudarles a protegerse.

Estas preguntas me llevaron a concentrarme en cómo los horticultores comunitarios podían reducir su exposición a los metales pesados del suelo para mi tesis doctoral. Prácticas como el análisis de metales pesados en el suelo, el compostaje, el acolchado y el lavado de manos pueden reducir la exposición. El análisis de suelos y el lavado de manos son prácticas obvias, y por su parte, el compostaje puede tener materia orgánica que hace que absorber contaminantes sea más difícil para algunas plantas, mientras que el acolchado (recubrir el suelo con una capa de restos de plantas y otros materiales) ayuda a reducir las partículas de suelo contaminado que circulan en el aire. Todas estas prácticas interesan a las y los jardineros comunitarios, según mis resultados. Sin embargo, he identificado varios obstáculos a los que se enfrentan las y los jardineros cuando intentan protegerse, como los costos de las pruebas del suelo, la preocupación por el avalúo de las propiedades y las implicaciones legales de encontrar plomo en el suelo, la falta de formación para interpretar los resultados, entre otros. Aunque mi investigación se concentra en las prácticas individuales de las y los jardineros para reducir su exposición, empecé a interesarme en cómo esos hallazgos podían materializarse en herramientas y política pública que pudieran ser implementados en las huertas comunitarias.

Ya existen alianzas que abordan estos obstáculos. Por ejemplo, los eventos análisis del suelo, salud, divulgación y asociación (soilSHOP) de la CDC dan educación gratuita sobre el plomo y pruebas de plomo en el suelo a comunidades en Estados Unidos. A medida que escarbé cada vez más tratando de entender cómo hacer que este tipo de asociaciones funcione, me empecé a preguntar, tal como mi curiosa hija mirando la relación mutuamente beneficiosa entre las mariquitas y los pepinos, cómo podemos lograr que los socios diversos de las huertas comunitarias, pasando por las y los jardineros, las escuelas, comunidades religiosas, barrios y vecindarios, hasta las organizaciones civiles y gobiernos, trabajen juntos para lograr la justicia ambiental y la equidad en salud.

Convertir la investigación en política pública: la ciencia de la implementación 

kids gardening

Una respuesta posible podría ser la ciencia de la implementación, es decir, investigar las formas en las que los resultados de las investigaciones científicas pueden convertirse en prácticas generalizadas o en política pública. Un estudio puede demostrar que el análisis gratuito del plomo en el suelo es una herramienta eficaz de participación comunitaria para identificar este metal pesado en el suelo de las huertas. Pero, ¿cómo puede incorporarse este hallazgo en las prácticas cotidianas de las huertas comunitarias? una aproximación desde la ciencia de la implementación examinaría qué hace que esta práctica sea sostenible y cómo podríamos superar los retos para adoptarla.

La ciencia de la implementación también tiende puentes entre la investigación sobre inequidades en salud y la acción por la justicia ambiental. Por ejemplo, los investigadores en justicia medioambiental han demostrado que las comunidades de color se ven impacatdas por mayores concentraciones de metales pesados en el suelo y por la falta de acceso a alimentos económicos, nutritivos, de alta calidad y culturalmente adecuados. Mientras que una aproximación tradicional se enfocaría en entender qué estrategias agrícolas pueden incrementar el acceso a alimentos y porqué funcionan, un lente desde la ciencia de la implementación llevaría a los investigadores a explorar qué políticas públicas, prácticas y alianzas pueden reducir las exposiciones a contaminantes en el suelo. Así como una huerta requiere cultivar con cuidado para nutrir las relaciones simbióticas para que las planta y demás organismos prosperen, también es necesario comprender cómo los diferentes grupos que participan en los jardines comunitarios cultivan asociaciones y prácticas para reducir la exposición a sustancias químicas nocivas.

Es posible garantizar que las huertas sean seguras, reparadoras y regeneradoras, especialmente para los más vulnerables a la exposición a sustancias químicas, como los niños. Para lograrlo, necesitamos poner a las comunidades al frente. Tenemos que orientar y animar a los estudiantes a ampliar los límites de la ciencia, y explorar formas de construir una relación simbiótica entre la investigación y la práctica de la agricultura comunitaria, similar a la de un jardín próspero e interconectado.

Todos los niños, niñas y niñes deberían tener la oportunidad de jugar y cultivar alimentos en un suelo libre de tóxicos. Como ejemplificó mi hija en sus investigaciones en el huerto, una solución puede ser preguntarse el por qué, el qué y el cómo.

Este ensayo ha sido elaborado gracias a la beca Agents of Change in Environmental Justice. Agents of Change capacita a líderes emergentes de entornos históricamente excluidos de la ciencia y el mundo académico para reimaginar soluciones para un planeta justo y saludable.

Descargo de responsabilidad: Este ensayo ha sido escrito por la Dra. Hunter a título personal. Las opiniones expresadas en este artículo son las de la autora y no reflejan el punto de vista de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos o el Gobierno de Estados Unidos.