“El Inland Empire vuelve a ser el peor del país en calidad del aire” decía un titular de PBS SoCal en 2022.
Dos años después, la situación es la misma. A principios de este año, la Asociación Americana del Pulmón publicó su reporte de Estado del Aire a la par de un estudio que mostró que la región del Inland Empire, al sur de California, está en el top de los 10 lugares con mayor contaminación por ozono y material particulado en los Estados Unidos.
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Los expertos que hicieron el estudio mostraron sorpresa ante el hallazgo de que el aire en el Inland Empire es peor que la de su vecino, la región de Los Ángeles. Relacionaron nuestra pobre calidad del aire con las montañas que nos rodean y que, según ellos, atrapan el aire contaminado que viene desde Los Ángeles. Pero para nosotros, sus hallazgos no son para nada sorprendentes. Desde que tengo uso de razón, la contaminación aérea ha sido parte de mi hogar. Como muchos otros, crecí rodeado de un aeropuerto, vías férreas, bodegas y autopistas escupiendo suciedad. Además de esta contaminación crónica, los incendios forestales en las montañas y colinas circundantes añadían una capa de humo y peligro estacional.
A menudo sólo me daba cuenta de los terribles días de contaminación cuando el smog me impedía ver las montañas vecinas del Bosque Nacional de San Bernardino y del Bosque Nacional de los Ángeles. O cuando los enormes incendios forestales cubrían los capós de los carros de ceniza negra y pintaban el cielo de rojo. El aire siempre olía y sabía al exhausto de un automóvil y veía la respiración entrecortada de mis amigos y familiares como una dificultad más. El asma y otras enfermedades respiratorias eran casi inevitables.
Mientras que la contaminación en el Inland Empire sorprende a algunos, los activistas por la justicia medioambiental, investigadores y miembros de mi comunidad predominantemente latina a quienes les cuesta respirar llevan décadas luchando por su derecho al aire limpio. Dichos esfuerzos son frenados al chocarse contra la política, los intereses económicos y los análisis que le echan la culpa del aire contaminado en el Inland Empire a una geografía desafortunada. Los activistas han sido forzados a argumentar una y otra vez, porqué su derecho a respirar aire limpio es importante. Se enfrentan a una realidad en la que los tomadores de decisiones menosprecian las experiencias de la gente mientras que priorizan los datos, análisis y voces de “expertos”.
Como investigador en el campo de la justicia ambiental, creo que la ciencia ciudadana puede ofrecernos la oportunidad de cambiar este desequilibrio de poder. También la veo como una oportunidad para redefinir la imagen que se tiene de los afectados por la contaminación en los espacios de toma de decisiones, ayudándoles a convertirse en los verdaderos especialistas.
Una lucha local por el aire limpio
Más de mil millones de pies cuadrados de bodegas se extienden en el Inland Empire. Todos los días, contenedores marítimos desembarcan en el puerto de Los Ángeles y en Long Beach, camiones de diesel transportan los contenedores unos 80 km hacia el este, hasta el núcleo de bodegas del Inland Empire. Allí, los trabajadores descargan, empaquetan y envían los paquetes mediante camiones, trenes y aviones. Además de los patrones de viento que llevan el aire contaminado hacia el Inland Empire desde Los Ángeles, las dinámicas de transporte desde y hacia las bodegas es una enorme fuente de contaminación.
Añadido a todo esto, las montañas y colinas alrededor de la región –que crean un “domo de contaminación”– cada vez arden más y con más frecuencia debido al cambio climático y a prácticas coloniales del control del fuego desconectadas de las prácticas indígenas que ayudaban a mantener los incendios a raya.
A medida que la contaminación constante de la industria del transporte y el humo de la temporada de incendios se quedan atrapados en nuestros hogares, nos sofocamos. “Quiero describirles cómo es vivir en el Inland Empire”, dijo recientemente la residente de Bloomingdale Amparo Miramontes en una audiencia pública en la que se discutió la propuesta de dedicar 213 hectáreas de un poblado no incorporado para construir bodegas. “Significa que tengo miedo de la noche porque a mis hijos les cuesta respirar mientras los residuos de la combustión del diesel rasgan sus cuerpitos como metralla en la guerra. En la mañana, la evidencia está en los charcos de sangre que han salido de sus narices”.
De hecho, médicos y líderes comunitarios describen la región como una “zona de muerte por diésel” debido a las altas tasas de incidencia de asma, enfermedades respiratorias, cáncer y muertes prematuras ligadas a la contaminación.
“Aprobar la construcción de una bodega tras otra, sin considerar los impactos acumulados [de estas decisiones], significa que los futuros de la niñez [del Inland Empire] ya se han vendido a los constructores”, dijo Miramontes. En esa misma reunión, muchos otros denunciaron que los análisis y los datos del aplicante sobre las cargas de contaminación del proyecto no se correspondían con la experiencia de quienes vivían en este ambiente tóxico.
Aún así, ese mismo día la Comisión de San Bernardino votó de forma unánime para aprobar la super bodega, citando las oportunidades laborales y el impulso a la economía local del proyecto, dos aspectos que los residentes cuestionan con frecuencia debido a la precariedad laboral vinculada al trabajo en estas bodegas y a la falta de financiación que llega a las comunidades locales.
Este es solo uno de los muchos casos locales y más allá en el que los tomadores de decisiones medioambientales ignoran las experiencias de la gente. Estos tomadores de decisiones casi siempre están más influenciados por los datos cuantitativos y las estrategias de comunicación que transmiten experticia sobre las cargas contaminantes, inclusive si las personas que viven en medio de la contaminación han sido claves para detectar esos peligros de su entorno.
Experiencia y ciencia comunitaria
La primera vez que noté las formas en las que los tomadores de decisiones menosprecian las experiencias de la gente del común fue cuando aprendí sobre la justicia ambiental durante mi pregrado en el San Bernardino Valley College y la California State Polytechnic University, Pomona. Me di cuenta de que la contaminación en nuestra región no solo era la consecuencia de los paisajes urbanos sino el producto de injusticias sistémicas. En todo el país, las comunidades de color de bajos recursos como la mía están sometidas a una sobrecarga de contaminación. Cada vez era más evidente que se estaban construyendo tantas bodegas en mi comunidad porque la gente carece de tiempo, recursos económicos y autoridad para defenderse, una realidad creada por décadas de injusta política medioambiental.
Para mi doctorado, estoy investigando las decisiones históricas que han creado estas exposiciones desiguales. Analizo decisiones medioambientales injustas, como el impulso que la Comisión del Puerto de Los Ángeles le dio a la expansión del puerto costero y la infraestructura logística asociada entre 2006 y 2009, a sabiendas de que las operaciones de ese entonces ya estaban conduciendo a mayores tasas de cáncer en la cuenca atmosférica de la costa sur. Como explica el investigador Juan De Lara, el presidente convenció a los tomadores de decisiones que la misma cosa que estaba matando a la gente podría eventualmente solucionar el problema en el futuro, cobrando, momentáneamente, las vidas de personas negras y latinas.
Quiero que las experiencias de mi comunidad tengan más peso en los espacios de toma de decisiones regionales. Por eso, estoy desarrollando un proyecto en el que las personas usarán medidores de contaminación portátiles. Los dispositivos de medición in situ son magníficos para hacerse una idea de la calidad del aire de la región, pero no tienen en cuenta los edificios, las casas y las nuevas bodegas que influyen en la forma en que la contaminación se desplaza por la región ni cómo se mueven las personas por esos espacios en su vida cotidiana. Si bien las tecnologías de medición portátiles no pueden competir con la calidad de los datos recopilados por los monitores gubernamentales, puede ayudar a medir cuándo, dónde y qué tan expuestas están las personas a la contaminación durante su día a día.
Por demasiado tiempo, la recolección de datos, producción de conocimiento y autoridad científica han estado controlados por personas externas a las comunidades que demandan justicia ambiental. Al equipar a los ciudadanos con las herramientas para que hagan sus propias investigaciones puede ayudar a democratizar lo que entendemos por evidencia y ayudar a los residentes a comunicar sus experiencias de una manera en la que los tomadores de decisiones ambientales deberán valorar.
Este ensayo ha sido elaborado gracias a la beca Agents of Change in Environmental Justice. Agents of Change capacita a líderes emergentes de entornos históricamente excluidos de la ciencia y el mundo académico que reimaginan soluciones para un planeta justo y saludable.